Un karaoke transformador
La chica que cantó para superar sus miedos
En el medio del bar lleno de gente había un mini escenario y el brillo de muchas luces dejaba los cantantes wannabe ciegos por momentos. “Es el precio de la fama”, pensó Lucía con un tonito irónico. Ella estaba exactamente allí, parada en el escenario con ojos llorosos debido a la luminosidad excesiva. La joven parpadeó algunas veces, intentando acostumbrar la vista, y no pudo evitar reírse pensando que además de hacerla llorar, tal cantidad de luces solo servía para evidenciar todas las fallas que ella había intentando esconder con un vestido nuevo y mucho maquillaje.
“Que papelón”, pensó Lucía mientras se hacía la boluda y fingía estar muy interesada en la pequeña pantalla que tenía enfrente, una tele colocada delante del escenario donde los cantantes podían ver las letras de sus canciones.
La brillante idea de cantar frente a toda esta gente no había sido suya. Todo era culpa de Pato, su supuesta amiga. ¿Pero qué amiga de verdad insiste e insiste e insiste para que hagas algo hasta que te canses y decidas hacerlo solo para callarla? El argumento de Pato era: “Si tanto te gusta la noche de karaoke, no entiendo porqué no te animas a cantar, ¡si es algo que te parece tan cool!”.
Tanta insistencia y algunos shots de tequila llevaron Lucía a pensar que sí, realmente era muy cool cantar su música preferida en un bar repleto de desconocidos. Sin embargo, subir al escenario tenía un poderoso efecto de sobriedad y ahora, instantes antes de arrancar, la confianza de Lucía había desaparecido junto con los últimos vestigios de alcohol. La joven sentía que temblaba sobre sus tacos, pero al menos la iluminación violenta solo le permitía ver la tele y poco más. No había chance que pudiese discernir las expresiones de lástima o desprecio que probablemente tendría su público.
Pronto las primeras notas de la canción sonaron y el bar quedó completamente silencioso. Aunque fuese un local nocturno como muchos otros, lo que diferenciaba este bar de los demás era el mini escenario que dos veces por semana atraía a cantantes aficionados, fanáticos de The Voice y personas como Lucía, que admiraban el coraje de los que se aventuraban a cantar. Siempre que podía, Lucía arrastraba sus amigas a la noche de karaoke para ver las performances, que podían ser divertidas, emocionantes, curiosas o, bueno, a veces bastante malas. Le encantaba acompañar cada presentación y ver las expresiones de miedo, timidez, alegría o placer que surgían en el escenario. Para Lucía, la valentía era más impresionante que la calidad de la voz y aun cuando alguien desafinaba aplaudía con orgullo.
Ahora que estaba ella del otro lado, se preguntaba cómo hacían los cantantes que tanto había admirado para no vomitar ahí mismo. Cerrando los ojos, Lucía trató de concentrarse solamente en la melodía y al reconocerse en aquellas notas tan amadas se tranquilizó al fin. Recién en el tercer verso Lucía cayó en que la voz que sonaba en todos los parlantes del bar era la suya. Asustada, abrió los ojos y casi tropezó, pero no dejó de cantar. ¡Que bien estuvo en elegir una canción que conocía tan bien! La podía cantar en piloto automático.
Desde una de las mesas del fondo alguien gritó “¡Diosa!” y Lucía sonrió, reconociendo la voz de Pato. Otros murmullos de aprobación resonaron en la multitud y ella agarró el micrófono con más confianza, lista para el estribillo. Muchas personas en la audiencia conocían la canción y comenzaron a cantar con Lucía. Poco a poco el miedo fue disminuyendo, volviéndose cada vez más chiquitito, al mismo tiempo que su sonrisa crecía y sus piernas se afirmaban. Su corazón seguía latiendo con fuerza, pero ya no por sus nervios, sino por una alegría desconocida que aumentaba con cada palabra cantada, con cada paso de baile improvisado.
A Lucía le gustaba mucho cantar, aunque nunca lo encarara como algo profesional. Le divertía jugar a ser cantante en la ducha o cuando salía a caminar con sus fieles auriculares y una playlist animada. Cantar era un juego, algo que hacía para relajarse cuando nadie más estaba mirando, porque siempre creyó que a cualquier persona le parecería ridícula. Ella no era linda, flaca o sexy como todas las artistas que admiraba. Ella no tenía su talento ni su coraje. Jamás podría hacer lo que hacen ellas. Hasta que lo hizo, no en un estadio lleno ni en los Grammys, pero sí en un escenario improvisado de un bar. Lo que antes le parecía lejano e imposible estaba ocurriendo en este preciso momento.
Mientras cantaba Lucía decidía que además de un recuerdo precioso, esta experiencia tendría que volverse un motorcito, algo que la empujara a hacer más de estas cosas que le daban miedo y que no parecían para ella. La próxima vez que tuviese que encarar algún nuevo temor, se acordaría de esta noche increíble, respiraría hondo, capaz que hasta murmuraría el estribillo, y se tiraría de cabeza. Si era capaz de cantar para una multitud de desconocidos, ¿qué no podría hacer?
En poco tiempo la canción llegó a su final. Las últimas notas retumbaron y Lucía bajó el micrófono sintiendo una serenidad que cinco minutos antes parecía inalcanzable. Los aplausos llenaron el bar y la joven cantante agradeció con una sonrisa.
Cuando llegó a la mesa del fondo Pato la recibió con un abrazo de oso. Lucía se pudo sentar y recién ahí percibió que se sentía re contra cansada. Al parecer la decisión de subir a aquel escenario le había sacado toda la energía. Al mismo tiempo, nunca se había sentido tan viva, tan capaz de… todo.
“¡Qué genial, Lu! ¡Fue increíble!”
“Gracias Pato. Aún te odio por obligarme a hacer eso, pero también te quiero agradecer. Fue realmente increíble.”
“Por nada, querida. Sabía que lo necesitabas. Pero ya que terminamos el show acá, ¿qué te parece si nos vamos a un boliche o algo así?”
“En realidad Pato, estaba pensando… ¿Y si nos quedamos y hacemos un dueto?”
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